Prensa Codehciu /Foto de portada referencial y cortesía de Debate.

Katia* sentía que el pecho le iba a estallar, como si sus vías respiratorias fuesen compuertas a punto de cerrarse por completo. La niña de siete años solo veía correr a su mamá y a su abuela de un lado a otro buscando un nebulizador, mientras ella se ahogaba en lágrimas y en miedo.

Hasta que logró respirar, y una vez más, pasó la crisis. Al susto de los síntomas del asma lo reemplazó el vacío que siempre sentía al recordar que su papá ya no estaba en casa.

Asma emocional, fue el nombre que la médica de cabecera de la familia les dio a aquellos ataques respiratorios. Cuando no era eso, eran las carreras nocturnas hasta el baño para ver si ahí estaba su papá, si ya había llegado de trabajar. Duro trabajo era convencerla de que no, que su papá no estaba ahí.

“No, mami. Tu papá no está, no ha llegado”, trataba de explicarle su abuela. Pero esas palabras solo despertaban en ella una ira casi incontenible que solo lograba apaciguar con gritos estridentes.  

El peso de la ausencia de su padre sumergió a Katia en un dolor que a su corta edad le tocó aprender a gestionar. Alberth Alejandro Andújar, desapareció el 27 de febrero del año pasado en el pueblo minero de Tumeremo, municipio Sifontes del estado Bolívar, al sur de Venezuela.

Como él, al menos 201 personas vinculadas directa o indirectamente con la actividad minera han desaparecido entre 2012 y lo que va del año 2022. De ese total, apenas 29 han aparecido, 72 continúan desaparecidas, y no se logró verificar el estatus de al menos 46 personas.

El Estado no reconoce estas desapariciones como un patrón ni tiene un protocolo de búsqueda definido para ello. Su accionar no solo es limitado, sino tolerante con los grupos armados.

El patrón violento que va en ascenso ha dejado una herida abierta en familiares y, especialmente, en la infancia: La Comisión para los Derechos Humanos y la Ciudadanía (Codehciu) logró confirmar que al menos 12 niños, niñas y adolescentes tienen a uno o dos de sus padres desaparecidos en las minas. La cifra es apenas un subregistro.

Estas desapariciones se hicieron cada vez más frecuentes desde que en 2016 Nicolás Maduro decretó la Zona de Desarrollo Estratégico Arco Minero del Orinoco, una zona de explotación de minerales que abarca 12,2% del territorio nacional (111.843,70 kilómetros cuadrados).

Alrededor de las compañías mineras aprobadas por el Estado para extraer y procesar el mineral, se diseminó la minería ilegal y se asentaron en el territorio grupos armados que imponen sus propias reglas. Reglas que implican una dinámica particular de violencia, trabajo forzado y explotación sexual en una zona que se supone debe estar custodiada por el Estado.

Conforme se agudizó la inflación, el desempleo y la inseguridad alimentaria en el país, también aumentó la migración de personas hacia el sur para buscar, desesperadamente, una mejora en su calidad de vida a través de la minería. Según la investigación Venezuela: paraíso de contrabandistas, entre 300.000 y 500.000 personas trabajan en las minas del sur para procurar ingresos económicos suficientes para llenar sus alacenas y costear más allá de lo básico para sus hijos sin garantías de regresar con vida.

Se enquista la violencia y el sentimiento de desamparo toda vez que la escuela compite con la mina

Para Carlos Trapani, abogado y coordinador general de los Centros Comunitarios de Aprendizaje (Cecodap), en este contexto a los niños les toca desarrollar por su cuenta mecanismos que les permita procesar toda la incertidumbre que implica una desaparición.

Sin acompañamiento, aparecen alteraciones del estado de ánimo que pueden agravarse, como cuadros depresivos, deterioro en el rendimiento académico, ansiedad, ataques de pánico… “Y en la medida en que se prolongue en el tiempo, esto compromete su futuro”, explicó.

El peso más grande que tiene para los niños la desaparición de uno, o sus dos padres es la interrupción de su proyecto de vida. Es ahí cuando de pronto también comienzan a ver la mina como el único proyecto de vida al que tienen derecho, señala el especialista. De hecho, los últimos datos levantados por esa organización revelaron que, en 2019, 45% de los trabajadores en las minas eran menores de edad.

La consecuencia directa es que, a su juicio, se enquista en los niños la violencia, el sentimiento de desamparo y de desprotección. “La infancia dura muy poco, pero los efectos perjudiciales en la infancia duran toda la vida. Si el niño está herido, el adulto estará herido, y será la violencia la forma como se va a relacionar”, sostuvo.

Los primeros meses de la desaparición de Alberth fueron los más difíciles, el desespero se apoderó de toda la familia. Tanto, que las dos hijas mayores (de nueve y seis años de edad) perdieron el año escolar.

Su familia presume que el hombre fue secuestrado por un grupo armado que controla la zona, pero se aferran a la esperanza de que esté aún con vida. “Hasta que no veamos un cuerpo, no vamos a decir que está muerto. Mi corazón de madre siente que está vivo, entonces así es. Mi vecina también tuvo a su hijo desaparecido un tiempo, pero apareció”, dice la madre de Alberth.

Su ausencia no solo dejó un vacío emocional, sino también económico porque él era el principal sustento. Su esposa también decidió irse a las minas a trabajar, y durante un tiempo, los tres niños quedaron a cargo de su abuela.

Alberth trabajaba como minero para una empresa china desde hace seis años en El Callao, a 50 minutos de Tumeremo. En febrero de 2022 se cumplió un año de su desaparición, y hasta ahora la respuesta del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) ha sido escueta. La búsqueda independiente que han hecho familiares ha sido infructuosa y no con pocos peligros en medio. 

Para los especialistas, el Estado no solo debe responder ante la anarquía que rige la extracción de minerales en la Amazonía venezolana, sino que debe volver a generar condiciones para que las familias puedan volver a vivir con dignidad, y contar con un presupuesto que les permita suplir sus necesidades básicas.

Solo de esa manera, aseguran, la minería dejará de verse como una estrategia de supervivencia para la mayoría de los padres que, en este contexto, dejan a sus hijos atrás.

“En el contexto actual, agravado por la pandemia, las condiciones para ser padres son muy adversas. El padre o la madre siempre va a tratar de resolver los problemas. Entonces, la mina o las actividades conexas a la mina constituyen ese gran anhelo de superación, pero se paga un precio muy caro en términos de salud, seguridad y protección”, adujo Trapani.

Abel Saraiba, psicólogo y coordinador adjunto de Cecodap, explicó que una desaparición forzada es una de las situaciones más difíciles de superar para los niños, pues al no haber un cuerpo, ni la certeza de lo que pudo haberle ocurrido, hay un duelo inconcluso que, en muchos casos, requiere un acompañamiento psicosocial con el que ni los niños ni sus familiares disponen.

“A la par que se mantiene esa esperanza de que papá o mamá pudiera estar en algún lugar, se producen por otro lado otros efectos, la pregunta de: Si estuviera vivo… ¿Por qué desapareció? ¿Me abandonó? ¿Me dejó de querer? ¿cuál será su situación? Y en paralelo, van sucediendo cosas en la vida del niño o del adolescente que es el extrañar a esa persona, la falta que hace en el día a día, vienen eventos a lo largo del año que producen malestar como el día de la madre, día del padre, cumpleaños, graduación, navidades, distintos eventos en los que se hace más marcado ese vacío”, explica Saraiba.

“Muchas personas van a la mina buscando un futuro y nunca regresan”

Mientras se acercaba el Día del Padre, Mariannis Coa sabía que, como todos los años desde que su hermano desapareció, sería una fecha difícil para sus sobrinos.

Aníbal Rafael González desapareció en El Callao el 12 de febrero de 2019. El vendedor informal de 38 años comercializaba mercancía en diferentes minas del pueblo minero para llevar sustento a sus cuatro hijos. 

Sus compañeros de faena relataron a la familia que lo vieron entrar a la mina Ying – Yang, pero nunca lo vieron salir. Su familia lo buscó sin parar. Mariannis llegó al punto de adentrarse en las minas durante un mes para buscar a su hermano vivo, o muerto. Comenzó vendiendo desayunos, y luego la contrataron como cocinera.

La muchacha encontró personas que sabían el paradero de su hermano, pero le dijeron que no podían darle información por órdenes de funcionarios del Gobierno nacional. “Ellos me dijeron que no podían darme esa respuesta, por cuestión de gobierno”, relata. Ella sabía que debía ser cuidadosa, porque incluso por hacer preguntas, su vida corría peligro.

“Pude ver muchas cosas allí adentro; esas cosas horribles que se viven. No lo hice por necesidad, lo hice para encontrar a mi hermano. Allá no se puede preguntar mucho, ni hablar mucho. Allá nadie tiene misericordia de nadie”, sentencia.

A pesar de sus esfuerzos, Mariannis, no pudo dar con la información que necesitaba para darle paz a su propia familia.  A ella llegaban rumores de comerciantes asesinados, pero nada concreto, nunca el nombre de Aníbal. Siendo la mayor de sus hermanos, y una de las pocas que aún queda en el país, siente que la responsabilidad de encontrar a Aníbal cae sobre sus hombros.

 “Exijo a las autoridades que nos tomen en cuenta. No solamente a mí, porque yo no soy la única que tiene un familiar desaparecido, sino muchas personas. Muchas personas van a la mina buscando un futuro y nunca regresan”, agregó.

Nota: *La identidad de estas personas fue resguardada por seguridad.

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